sábado, 17 de abril de 2010

la paloma


la paloma baja del palomar
viene envuelta en colores arco iris
la paloma baja del cielo esta vez
se posa en mi mano
baila entre los dedos
se desnuda
la paloma baja hasta la tierra
y escribe un mensaje
con sus plumas de cenicienta
la paloma quiere reivindicarse
para eso baja al territorio
de los seducidos y de los abandonados
la paloma busca
un nuevo palomar

UNA NIÑA DE LA CALLE

un niña de la calle me dijo
que tenía sonrisa de payaso
yo le creí de buenas a primeras

una niña de la calle
me dijo que tenía manos de escultor
y le respondí con mi sonrisa de payaso

una niña de la calle
me dijo que susurraba tu nombre
cuando caminaba

entonces me di cuenta
que todavía te amo
sin declaraciones públicas
con la tibieza torpe de mis abrazos
y la espera inútil de mis manos
todavía te amo

MI PERRO


Mi padre murió hace ya treinta años, el cinco de agosto a las dos y media de la tarde. Todo el vecindario se agolpó a la puerta de mi casa para ver los ojos del difunto. Había rumores no confirmados que los ojos del muerto estaban abiertos y que por más que intentaron cerrarlos, no hubo caso. Abiertos y saltones, estaban tomando un extraño color violeta, morado, lila, índigo tal vez. Eran sólo rumores puesto que nadie había entrado a la habitación. Yo lo tenía claro. El viejo estaba mirando todo lo que no pudo ver en su vida, incluyendo el llanto de mi madre, que era lo único sincero que recibiría en el ritual de su entierro. Los ojos abiertos del finado me persiguieron hasta que cumplí quince años. Desde los seis a los quince. Luego, justo un primero de marzo, día de mi cumpleaños; tuve que empezar a ocuparme de otros fantasmas en los que incluyo el de un perro que crié en el sur y que lo apellidaba Victoriano.

EL PROYECTO

Tenía la mirada fija en el reloj de la pared. Sentía como el tic tac de ese aparato se acompasaba con el ritmo de su corazón. El piso de madera estaba sucio. El cuadro de Picasso, mala copia por cierto, estaba desteñido por el sol que entraba por una ventana de cortinas viejas y raídas. Miraba ese reloj con la esperanza de poder intervenir en el tiempo, retrazarlo un poco, aunque fuera un poco. A fin de cuentas todo comienza y termina. Había llegado a esa casa hacía exactamente veinte minutos y treinta y cinco segundos. Esperaría sólo hasta los treinta minutos. Nada más. Si no llegaba el mensajero con la respuesta o se apersonaba el susodicho, mandaría todo al diablo. Tratos son tratos, se consolaba. Yo soy hombre de palabra, se repetía. El sujeto no apareció y se tuvo que guardar la carpeta bajo el brazo. En el camino de regreso a su vida se prometió que nunca más volvería a creer en las personas. Esa era la enésima vez que se hacía el propósito que más tarde, por enésima vez lo volvería a romper.

LA CARTA


El sobre era café, de ese papel usado para las encomiendas antiguas que llegaban a casa con galletas imposibles, regalos inútiles y otras cosillas. Reposaba la carta sobre el escritorio. Había sido escrita meses atrás con una clara intención amorosa. El Contenido no lo recordaba muy bien, pero el tema era indiscutible. La tomó, miró detenidamente la letra con la que minuciosamente había sido escrita la dirección, el remitente, el nombre, los números. Pensó enviarla definitivamente. Ya había pasado un tiempo prudente desde que se hizo la idea de escribir como antes, como en los buenos tiempos, una buena carta se agradece le habían sugerido; bonito eso de escribir cartas, había oído más de una vez. La carta seguía en sus manos. Ahora estaba tratando de recordar lo que diría específicamente. Escribía bien, eso lo tenía claro, pero una curiosidad tonta e infantil se apoderó de pronto de su mente: quería reconocer de nuevo su caligrafía, sus giros idiomáticos, sus frasecillas ingeniosas, sus tonteras, sus cursilerías, todo. La inquietud se hizo más densa: ¿y si no digo lo que tenía que decir; y si entiende otra cosa, y si suena algo añeja mi redacción? La carta estaba tomando la consistencia húmeda de sus manos. La miró por última vez. No creo en las cartas, no creo en las palabras. Mejor no la mando, trataba de justificarse. Esa clara intención amorosa del principio volvió a su cuerpo y le produjo un suave aleteo de emociones. Cerró los ojos y redactó a modo de epitafio: " lo que no hizo mi cara no lo hará ni la mejor carta del mundo". Y tiró el sobre al cesto de papeles inútiles.