sábado, 17 de abril de 2010

LA CARTA


El sobre era café, de ese papel usado para las encomiendas antiguas que llegaban a casa con galletas imposibles, regalos inútiles y otras cosillas. Reposaba la carta sobre el escritorio. Había sido escrita meses atrás con una clara intención amorosa. El Contenido no lo recordaba muy bien, pero el tema era indiscutible. La tomó, miró detenidamente la letra con la que minuciosamente había sido escrita la dirección, el remitente, el nombre, los números. Pensó enviarla definitivamente. Ya había pasado un tiempo prudente desde que se hizo la idea de escribir como antes, como en los buenos tiempos, una buena carta se agradece le habían sugerido; bonito eso de escribir cartas, había oído más de una vez. La carta seguía en sus manos. Ahora estaba tratando de recordar lo que diría específicamente. Escribía bien, eso lo tenía claro, pero una curiosidad tonta e infantil se apoderó de pronto de su mente: quería reconocer de nuevo su caligrafía, sus giros idiomáticos, sus frasecillas ingeniosas, sus tonteras, sus cursilerías, todo. La inquietud se hizo más densa: ¿y si no digo lo que tenía que decir; y si entiende otra cosa, y si suena algo añeja mi redacción? La carta estaba tomando la consistencia húmeda de sus manos. La miró por última vez. No creo en las cartas, no creo en las palabras. Mejor no la mando, trataba de justificarse. Esa clara intención amorosa del principio volvió a su cuerpo y le produjo un suave aleteo de emociones. Cerró los ojos y redactó a modo de epitafio: " lo que no hizo mi cara no lo hará ni la mejor carta del mundo". Y tiró el sobre al cesto de papeles inútiles.

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