sábado, 17 de abril de 2010

MI PERRO


Mi padre murió hace ya treinta años, el cinco de agosto a las dos y media de la tarde. Todo el vecindario se agolpó a la puerta de mi casa para ver los ojos del difunto. Había rumores no confirmados que los ojos del muerto estaban abiertos y que por más que intentaron cerrarlos, no hubo caso. Abiertos y saltones, estaban tomando un extraño color violeta, morado, lila, índigo tal vez. Eran sólo rumores puesto que nadie había entrado a la habitación. Yo lo tenía claro. El viejo estaba mirando todo lo que no pudo ver en su vida, incluyendo el llanto de mi madre, que era lo único sincero que recibiría en el ritual de su entierro. Los ojos abiertos del finado me persiguieron hasta que cumplí quince años. Desde los seis a los quince. Luego, justo un primero de marzo, día de mi cumpleaños; tuve que empezar a ocuparme de otros fantasmas en los que incluyo el de un perro que crié en el sur y que lo apellidaba Victoriano.

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