domingo, 30 de diciembre de 2007

FLORES


Tenían que ser flores. El regalo estaba decidido, sólo faltaba la ocasión para entregarlo, la escusa exacta; que no pareciera forzada, que fuese tan natural como el buenos días de la anciana que vende pan amasado en el boliche de la esquina. Le rondaban esas ideas: primero pensó en encargarlas a una tienda profesional, de flores claro; para que un mozo llegara a la puerta de su casa y le lanzara la sorpresa de frentón; eso tenía dos inconvenientes, la eventualidad de que estuviera realmente cuando fuera el mentado mozo y que no quedara el regalo a merced del conserje y lo otro, el posible anonimato le atribuiría a otro seductor su bien intencionada gentileza. Descartado el tema de encargarlas, decidió comprarlas él mismo y llevarlas un día cualquiera, en la taredecita, justo cuando sale del trabajo; el asunto sería como sigue: en la avenida La Paz hay una pérgola respetable con flores hermosas; eligiría un ramillete pequeño, de flores diminutas, amarillas, naranjas, azules, rojas, blancas, de todos los colores, un ramillete vivo, alegre, con historias que decir entre los pétalos; luego, la caminata en silencio, cantando, susurrando melodías y riendo para sus adentros, feliz, tonto y animalillo; intenso e infantil; el conserje preguntaría de seguro y él le dirá el nombre y número de departamento. Luego se iría calle abajo; loco. Nunca había regalado flores a nadie, a nadie de nadie, así que este rito iniciático debía ser grandilocuente como todos los grandes los ritos humanos. Debía ser cuidadoso para que todo saliera bien. Lo de ir personalmente a dejar el ramo en la conserjería y no verle los ojos cuando lo viera, de no escuchar las palabras que diría, le parecío una tontería. Plan tres: comprar las flores; ir a su casa y dejarle el ramo en sus manos. Todo se dio a pedir de boca, el día, la ocasón: compró flores blancas, las regaló a un transeúnte por encontrarlas poco apropiadas; busco otra florería en la avenida; compró rosas rojas, las miró largamente y sonrió satisfecho. Al abrir la puerta abrió los brazos para recibirlo y cayeron en sus manos esas joyitas de sangre y sólo atinó a decir ¿por qué flores?. Ahora colorean en un jarrón en el centro de la mesa. Tenían que ser flores y lo fueron. Simple. sus ojitos de niña todavia tienen el ramillete incrsutado en sus pupilas. Y él, todavía ríe cuando va calle abajo.


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